martes, 22 de abril de 2014

20/4/2014 – Domingo de Resurrección


1.- Hermanos, seguimos celebrando la alegría y el gozo inmenso de la Vigilia Pascual: ¡Ha resucitado el Señor! ¡Aleluya! ¡Feliz Pascua 2014! ¡El Señor ha pasado de la muerte a la vida! ¡Aleluya! ¿Acallar todo esto y dejar el protagonismo al Viernes Santo? ¡De ningún modo! ¡Puede más el sepulcro abierto que cruz teñida de sangre!
Hoy, amigos, con la Resurrección de Cristo, esta mañana nos trae una gran alegría: el día eterno que estamos llamados a disfrutar todos. Estamos alegres porque, la victoria de Cristo, nos trae una forma nueva a la hora de entender y comprender el mundo, las personas, la vida, el amor, la justicia, etc.
Para vivir esta realidad, como el discípulo, hemos de aventurarnos y asomarnos al sepulcro. Es decir; si tenemos ojos para tantas cosas del mundo, ¡cómo no los vamos a tener para asombrarnos ante el acontecimiento de la Pascua de Resurrección!
¿Qué existe el dolor? ¿Qué nos sacuden sucesos que enturbian nuestra felicidad? ¿Qué no todo marcha bien? ¡Por supuesto! Pero, la Resurrección de Cristo, nos da la fuerza necesaria para dar luz a esas situaciones. La Resurrección de Cristo no nos resuelve de un plumazo todo aquello que atenta a nuestro bienestar, pero nos sitúa por encima para que seamos capaces de enfrentarnos y darle solución.

2.- En este día de Pascua damos gracias a Dios por tres cosas fundamentalmente:
Primero: porque su Resurrección es motivo de esperanza. Porque el horizonte de nuestra existencia, con la claridad de la Pascua, se hace más risueño, creativo, emprendedor y –sobre todo- invitados a disfrutar lo que Jesús para nosotros conquista: la vida de Dios.
Segundo: su Resurrección es una razón para cambiar en aquello que haga falta. La cuaresma, entre otras cosas, pretendía generar en nosotros un cambio y a mejor. ¿Lo hemos conseguido? ¿Cómo está nuestra oración? ¿Nuestra relación con los demás? ¿Nuestra vida personal? A la luz de la Pascua, queridos amigos, se ve más necesario que nunca un cambio de actitudes y de forma de ser. A Pascua reluciente, vida resplandeciente. Ojala alejemos de nosotros aquello que nos impide ser “pascuas” nuevas. Es decir; pasos convencidos, abiertos, generosos, comprensivos, perdonadores, orantes, etc.
Tercero: su Resurrección nos empuja a dar testimonio de su presencia real y misteriosa. No nos podemos quedar enganchados a la cruz, ni entre sollozos recogidos en el sepulcro. Nuestra vivencia de la Pascua nos hace saltar de alegría y, sobre todo, conscientes de una gran misión y de un gran pregón: ¡Ha resucitado! Desde luego, un cristianismo de segunda, temeroso, vergonzante y tímido no es el fruto de la Pascua.

3.- El abrir los ojos y contemplar el sepulcro vacío implica, además, llenar el corazón de la presencia de Cristo Resucitado. ¿Seremos capaces de transmitir la gran verdad de nuestra fe en todos nuestros ambientes? Hoy, en millones de campanarios, voltearán enloquecidas las campanas que anuncian la Resurrección de Aquel que es su Señor. ¿Voltearán nuestras gargantas? ¿Sonarán nuestras voces? ¿Expresarán nuestros cantos el meollo y el núcleo de nuestra fe cristiana? Sí, amigos, es el momento de acabar de hacer preguntas. Lo que hemos visto y oído en estos días de la Semana Santa ha acabado en un final feliz (iba a decir casi en un final de película donde vence el bueno). Pero ahora falta el final. Y, en ese final, vemos que la muerte ya no es el final del camino. Y que, por lo tanto, en ese “no final” Jesús nos ha metido a todos nosotros para que tengamos vida y en abundancia. ¿La recogemos?
Quedarán guardados (en museos y estancias especiales) los conjuntos escultóricos de la Semana Santa pero lo que nunca puede quedar en el olvido es lo que Cristo nos ha conseguido: ¡VIDA PARA TODOS! ¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!


13/4/2014 - DOMINGO DE RAMOS 2014
El Domingo de Ramos se da inicio formal a la Semana Santa.  Y los que vamos a la Iglesia este día, vemos que hay mucha más gente que otros domingos, porque van con mucho interés a recoger las palmas benditas.  Esas palmas recuerdan las palmas y ramos de olivo que los habitantes de Jerusalén batían y colocaban al paso de Jesús, aclamándolo como Rey. 
La entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, que conmemoramos este domingo, a pocos días de su Pasión y Muerte, nos invita a reflexionar sobre si Jesús es Rey.  Más precisamente:  si Jesús esnuestro Rey.
La verdad es que Jesús, aun siendo el Mesías, siempre huyó de la idea del Mesías que tenía la gran mayoría del pueblo de Israel: ellos esperaban un Mesías poderoso, de acuerdo a criterios humanos y políticos, que los libertara del colonialismo romano.  Jesús, por el contrario, va dejando bien claro que su misión es diferente.  Por ejemplo, cuando después del milagro de la multiplicación de los panes, la multitud quiere aclamarlo rey, ¿qué hace?  Sencillamente desaparece.
Sin embargo, sólo en la ocasión de su entrada a Jerusalén, que celebramos cada Domingo de Ramos, se deja aclamar como Mesías y como Rey de Israel, como “el Rey que viene en nombre del Señor” (Lc. 19, 38). 
Cuando ya comienza el proceso que terminaría en su Pasión y Muerte, Jesús, interrogado por Pilatos “¿Eres el Rey de los Judíos?”, no lo niega, pero precisa:  “Mi Reino no es de este mundo” (Jn. 18, 36).  Ya lo había dicho antes a sus seguidores:  “Mi Reino está en medio de vosotros” (Lc.17, 21).    Y es así, pues el Reino de Cristo va permeando paulatinamente en medio de aquéllos y dentro de aquéllos que acogen la Buena Nueva. 
Y ¿cuál es esa Buena Nueva?  Es el mensaje de salvación –no de los Romanos- sino de una opresión mucho peor que ésa:  la del Enemigo de Dios y de todos nosotros, el propio Satanás.
Pero si el Reino de Cristo no es de este mundo ¿de qué mundo es?  ¿cuándo se instaurará?  Ya lo había anunciado Jesús mismo en el momento en que fuera juzgado por Caifás: “Verán al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Dios Poderoso y viniendo sobre las nubes” (Mt. 26, 64).  El Reino de Cristo, aunque ya comienza a estar dentro de cada uno de los que tratan de seguir la Voluntad de Dios, se establecerá definitivamente con el advenimiento del Rey a la tierra, en ese momento que el mismo Jesús anunció durante su juicio:  en la Parusía (al final de los tiempos) cuando Cristo venga a establecer los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando venza definitivamente todo mal y venza al Maligno. (cfr. CIC # 671-677)
 Y ¿quiénes son  los súbditos de ese Rey?  ¿quiénes son su pueblo?  Todos los que hayan sido -como El- siervos de Dios, es decir todos los que hayan cumplido la Voluntad de Dios, todos los santos, todos los salvados por la sangre de ese Rey derramada en la cruz.  Tiene sentido, entonces, lo que Jesús nos enseñó en el Padre Nuestro:  “venga a nosotros tu Reino”.   Tiene sentido también que en la Santa Misa, después de que el pan y el vino son transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, respondemos a una voz:  “Ven Señor Jesús”, pidiendo con esta frase -que es la última de toda la Sagrada Escritura- que Jesús venga pronto a instaurar su Reino definitivo, en el que seguirá siendo el Rey... y Rey para siempre!
Con  las palmas benditas proclamamos a Jesús como Rey de Cielos y Tierra, pero -sobre todo- como nuestro Rey, Dueño y Señor de nuestra vida y de nuestra voluntad.  Si no es así, no tiene sentido recoger palmas.