Ciertamente, el
Sacerdote es un ser humano como cualquier otro, con todas sus debilidades,
iguales o mayores que las de los demás. Es cierto. Pero resulta que tiene un
poder especialísimo que le otorga -nada menos que Dios- para perdonar los
pecados de todos los hombres y mujeres que se acerquen al Sacramento de la
Confesión.
Y por qué ha de
parecer esto tan extraño? Fijémonos en el funcionamiento de las autoridades de
un país, de una ciudad, de un municipio. ¿No tiene poder para llevarnos presos
o imponernos una multa un Policía? Es un hombre como cualquier otro, pero tiene
la potestad hasta de privarnos de nuestra libertad.
Igualmente el Sacerdote
es un ser humano como cualquier otro. Pero a él Dios le dio el poder de
perdonar nuestros pecados: “A quienes les perdonen los pecados les quedan
perdonados y a quienes no se los perdonen les quedan sin perdonar” (Jn. 20,
19-23).
Estas palabras se las
dijo Jesucristo a sus Apóstoles el mismo día de su Resurrección. Se las estaba
diciendo a los primeros Sacerdotes y también a los que vinieran después de
ellos. Les estaba diciendo que cuando pronunciaran las palabras del perdón a
cada pecador arrepentido, El ratificaría ese perdón en el Cielo, porque
anteriormente les había dicho también: “Lo que aten en la tierra quedará
atado en el Cielo y lo que desaten en la tierra quedará desatado en el Cielo”.
(Mt. 18,18)
¿Por qué cuestionar
la forma como Dios dispuso las cosas para nuestro bien? ¿Qué pretendemos? ¿Que
se nos perdone sin informar lo que deseamos nos sea perdonado?
Dios hubiera podido
escoger muchas otras maneras para perdonarnos. Podría haber escogido maneras
más difíciles o desagradables. Pero escogió ésta: escogió dejarnos el
Sacramento de la Reconciliación o Penitencia o Confesión.
Dios, que es
infinitamente sabio y misericordioso, sabía que necesitaríamos de la catarsis
que significa el poder dejar por completo la culpa en el Confesionario. Al
decir los pecados al Sacerdote y oír las palabras del perdón, nuestra alma no
sólo queda blanqueada de los pecados cometidos, sino liviana por ya no tener
que cargar con el peso de la culpa.
Adicionalmente, la
Iglesia ha dispuesto que el Sacramento de la Confesión sea lo menos difícil
posible: absolutamente secreto y sin mayores trabas.
¿Para qué, entonces,
buscar motivos para seguir en pecado y cargando con el peso de la culpa, en vez
de aprovechar la misericordia de Dios y sentirnos livianos, sin carga, en paz,
al confesar los pecados al Sacerdote?
Aprovechemos los
medios que Dios ha dispuesto. Y más bien agradezcámosle su Amor y Misericordia
infinitos al prever que seres humanos, como nosotros, escogidos por El para
perdonar los pecados, estén a nuestra disposición.
¿En qué momentos nos
debemos confesar?
Como seres humanos
imperfectos, muchas veces caemos en pecado ya sea de pensamiento, palabra, obra
u omisión. Por eso debemos confesarnos cada vez que cometamos pecado, y por lo
menos una vez al año. Lo aconsejable es confesarse permanentemente para
fortalecer nuestra vida espiritual en la dura lucha por resistir la tentación y
acercamos más a Dios.
¿Qué es un
pecado grave?
Se comete un pecado
grave cuando se cumple con tres características:
1.
Materia grave (lo que se va a hacer es algo
importante)
2.
Pleno conocimiento (se sabe que es malo lo
que se va a hacer)
3.
Pleno consentimiento (se elige libremente
hacerlo)
¿Cómo se
instituyó la confesión?
Existen quienes
piensan que el Sacramento de la Reconciliación no fue instituido por Cristo, y
que es una creación de la Iglesia. Pero es preciso aclarar que el mismo Cristo
lo instituyó cuando dijo a los apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados les serán perdonados, pero a quienes se los retengáis
les serán retenidos” (Jn. 20, 23; Mt. 18, 18; 16, 18-19).
Por ello, la Iglesia
es la que posee el poder de perdonar los pecados y buscar la santificación de
sus miembros, a través de la penitencia y de una renovación interior. El
pecador confiesa sus faltas ante un sacerdote quien, en nombre de Cristo Jesús,
lo absuelve y perdona y de esta manera vuelve al camino que lo lleva a la casa
del Padre.