Existía en el antiguo Japón, en una pequeña aldea, un
maestro en el tallado del jade.
Su maestría era tal que recibía encargados desde todas partes del imperio.
Su maestría era tal que recibía encargados desde todas partes del imperio.
También vivía en esa aldea un joven que no sabía qué
hacer con su vida. Ya había alcanzado la edad adulta, por lo que debía
iniciarse como aprendiz de algún maestro.
Después de darle muchas vueltas y viendo que el
maestro de jade comenzaba a envejecer, supuso que no le importaría tener un
aprendiz para poder enseñarle todo lo que sabía sobre el Jade.
El anciano aceptó gustoso la oferta, pues sabía que su
maestría no detendría el paso del tiempo y quería segurar el paso de sus
conocimientos a las generaciones futuras.
Al día siguiente, lleno de excitación y de deseos de
aprender, el joven llegó a la casa del anciano. Éste le hizo pasar, le sentó en
un sillón, colocó una piedra entre sus manos y comenzó a hablarle del
nacimiento de los tiempos, de Izanami e Izanagui, la creación del mundo y el
surgir de los primeros hombres. Tanto estuvo hablando que el día pasó sin que
pudiera quedar tiempo para hablar de nada relacionado con el jade.
Al día siguiente, de igual forma, el anciano colocó
otra piedra en las manos del aprendiz y comenzó a hablar de las primeras
guerras, la escisión del imperio, las caídas y subidas de shogunes al poder.
El joven, viendo que sucedería lo mismo del día anterior (es decir, que tampoco aprendería nada sobre el jade), estuvo tentado a preguntar, pero no quería parecer descortés.
El joven, viendo que sucedería lo mismo del día anterior (es decir, que tampoco aprendería nada sobre el jade), estuvo tentado a preguntar, pero no quería parecer descortés.
Y, como se temía, pasó el día sin que hubiera
aprendido nada o, al menos, nada sobre el jade.
Llegó el tercer día y hablaron de los cultivos. El
cuarto día, de las aves migratorias. El quinto día, de la geografía; el sexto,
de las pasiones que enloquecen a los hombres…
Y así fueron pasando las semanas, siempre con el mismo
ritual, él entraba a la casa del anciano, recibía una piedra entre sus manos y
comenzaban a hablar de diversos temas, pero nunca sobre el jade.
No puede ser, pensaba por las noches el aprendiz,
estoy desperdicienado mi tiempo sin aprender ningún oficio. Pero aún así, era
tal el respeto que el maestro infundía que decidió esperar un poco más.
Sin embargo pasaron cinco meses y nada… Recibía la
piedra y hablaban del cielo, de las nubes, de la bella, del arte del fudo, de
la belleza de los jardines en las distintas estaciones…, de todo, menos de
jade.
Esa misma noche, en su casa, el aprendiz tomó una
decisión, abandonaría al maestro, no le enseñaba nada, le hacía perder el
tiempo y él necesitaba ganarse la vida. Por la mañana, más calmado, pensó que
no le abandonaría (pues se había portado siempre muy bien con él), pero, al
menos, le haría saber sus pensamientos y, si el maestro no quería enseñarle
nada sobre el jade, buscaría otro oficio.
Al verle llegar tan nervioso, el maestro intuyó algo,
por lo que le hizo pasar y le sentó en un sillón.
-Maestro, llevo cinco meses viniendo a su encuentro.
Cuando vine, le dije que quería aprender su arte, sin embargo usted me ha
hablado de hombre y mujeres, de arte, de la creación del mundo y el poder de
los dioses, de la naturaleza y los pájaros, pero nunca me ha enseñado nada
sobre aquello que yo quería aprender.
El maestro sonrió y, volviendo al ritual que hacían a
diario, se dirigió a su mesita y cogió una de las piedras que guardaba en un
cajón. Tomó la mano del aprendiz y la posó suavemente en sus manos.
Pero entonces, el aprendiz apartó la mano con cara de
asco, como si en lugar de una piedra fuera una serpiente venenosa que le
hubiera mordido, y dijo en voz alta: ¡Maestro, eso no es jade!
Antonio Ayuso