(Mateo 2, 1-12) – 8 de enero de 2012
“Cuando los sabios vieron la estrella, se alegraron mucho”
Leí hace
poco en un libro de Pedro Ribes, Nuevas parábolas y fábulas, la
siguiente historia: “Una
noche, un avión cruzaba el océano Atlántico. Los pasajeros estaban disfrutando
de la cena, se escuchaba una música suave y la atmósfera era relajada y serena.
De pronto, los sistemas de comunicación y dirección del aparato fallaron y el
panel se quedó en blanco. El ingeniero de vuelo no pudo reparar la avería. El
piloto se sintió presa del pánico. ¿Cómo iba a conseguir llegar a su destino?
Estaba sobrevolando el océano en una noche oscura sin señales que le guiaran.
Pidió a la azafata que averiguara si entre los pasajeros había algún experto en
electrónica.
Después de unos
instantes de ansiedad, entró un pasajero en la cabina. “¿Es usted experto en
electrónica?”, preguntó el piloto. “No, señor”, respondió el pasajero. “No se
absolutamente nada de esas cosas”. “Entonces, ¿qué está usted haciendo aquí?”,
preguntó el piloto. “Dígame cuál es el problema. Quizá pueda ayudarle”, indicó
el pasajero. El piloto gritó furioso: “¡Si no sabe nada de electrónica, salga
de la cabina. No me sirve!” El pasajero dijo serena y cortésmente: “Dígame, por
favor, cuál es el problema. Creo que puedo ayudarle”. “¿Es que no lo ve por sí
mismo?”, saltó destemplado el piloto. Todos los instrumentos han dejado de
funcionar. No sabemos dónde estamos. Nos encontramos perdidos sobre el océano
en medio de la noche”. “Bien, pero yo puedo ayudarle”, dijo el pasajero.
“Conozco algo que nunca falla. No ha fallado nunca en el pasado ni fallará en
el futuro”.
El piloto
clavó en él su mirada incrédulo. “¿De qué está hablando?”, preguntó. “El cielo, amigo”, repuso el extraño.
“Las estrellas nos guiarán. Muéstreme su mapa de ruta sobre el océano y nuestro
punto de destino”. El pasajero, una persona de aspecto corriente, era
astrónomo. Se sentó junto al piloto con el mapa en su regazo y los ojos clavados
en el cielo. Firme y hábilmente, dirigió el vuelo. Al amanecer, el avión
aterrizaba puntual en su destino”.
Cuando las señales que nos guían normalmente por los
caminos de la vida se pierden, o no existen, como pasa en los desiertos, en las
llanuras inhóspitas o en los mares inmensos, la humanidad siempre ha recurrido
a las señales fijas y estables que nos ofrece el firmamento. Los sabios de
Oriente, que nos presenta Mateo en su Evangelio, “se dedicaban al estudio de
las estrellas”. Ellos no tenían las señales que los profetas, a lo largo de la
historia de Israel, habían ido dejando para alertar al pueblo sobre el
nacimiento del Mesías. Tuvieron que recurrir al firmamento para orientar su
rumbo; por fin, en un momento, la estrella “se detuvo sobre el lugar donde
estaba el niño. Cuando los sabios vieron la estrella, se alegraron mucho. Luego
entraron en la casa, y vieron al niño con María, su madre; y arrodillándose le
rindieron homenaje”.
En estos sabios de Oriente estamos representados todos los pueblos,
que hemos recibido el mensaje del Evangelio. Esta es la fiesta de la
manifestación de Dios a toda la humanidad, sin importar su raza. Todos los
pueblos, mirando al cielo, podemos orientar con seguridad nuestros pasos hacia
Aquel que es el Camino, la Verdad
y la Vida , hasta
llegar puntuales a nuestro destino.