Celebramos hoy la
Festividad de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo en cuerpo y
alma. Las Lecturas son referidas a la Virgen. Y aunque trataremos el tema
de la Asunción, revisemos primeramente algo de los textos de hoy.
La Primera Lectura, tomada del Apocalipsis (Ap. 11, 19; 12,1-6, 10), nos habla de una figura
prodigiosa que aparece como sol radiante en el Cielo: una mujer a punto
de dar a luz que gemía con dolores de parto.
Se refieren estos textos sobre todo a María, pero también podrían aplicarse
a la Iglesia. Por cierto, los dolores de parto no se refieren a los de la
generación física del Mesías, los cuales la Virgen María no padeció, sino más
bien se refieren a los dolores de la Pasión de su Hijo, dolores que la Madre
compartió con el Hijo.
La batalla descrita en que el dragón barre un tercio de las estrellas, se
refiere a los ángeles rebeldes que se opusieron a Dios y fueron barridos del
Cielo.
La mujer que huye al desierto, se refiere más bien a la Iglesia, protegida
por Dios durante la persecución. Termina el texto con la victoria de
Cristo y de su Iglesia.
El Evangelio (Lc. 1,
39-56) nos relata la
Visita de María a su prima Santa Isabel, y nos trae la bellísima oración de la
Santísima Virgen María, el Magnificat, en la cual la Virgen, siendo la más
grande de las creaturas humanas, se presenta como la más humilde de
todas. Ella, que es la Madre del Mesías, refiere toda la grandeza y toda
la gloria a Dios, que ha hecho maravillas en ella.
Sin embargo, la fiesta de hoy, la Asunción de la Santísima Virgen María al
Cielo, nos recuerda nuestra futura inmortalidad, nuestro destino final después
de nuestra vida en la tierra. Predicar sobre esto había perdido vigencia,
pero hoy vuelve a estar sobre el tapete el tema de nuestra muerte y lo que nos
espera después de esta vida.
Y lo que se llamaban “los Novísimos” (muerte-juicio: infierno o
gloria) están de moda otra vez. El Papa Juan Pablo II nos habló de los
Novísimos, que él denominó “realidades últimas”.
En esas Catequesis, Juan Pablo II nos dijo que el recordar esas “realidades
últimas”, nos ayuda a vivir mejor las “realidades penúltimas”, o sea, nos ayuda
a vivir mejor nuestra vida aquí en la tierra.
¿Cómo, entonces, no hablar de las “realidades últimas” sobre todo en la
Fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María? ¿Qué relación hay entre
estas “realidades últimas” y la Asunción de la Virgen al Cielo?
Sabemos que la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo es un Dogma de
nuestra fe católica, expresamente definido por el Papa Pío XII hablando
“ex-cathedra”. Y ... ¿qué es un Dogma? Puesto en los términos más
sencillos, Dogma es una verdad de Fe, revelada por Dios (en la Sagrada
Escritura o contenida en la Tradición), y que además es propuesta por la
Iglesia como realmente revelada por Dios.
En este caso se dice que el Papa habla “ex-cathedra”, es decir, que habla y
determina algo en virtud de la autoridad suprema que tiene como Vicario de
Cristo y Cabeza Visible de la Iglesia, Maestro Supremo de la Fe, con intención
de proponer un asunto como creencia obligatoria de los fieles Católicos.
Un Dogma de Fe, entonces, es una verdad de obligatoria creencia para todo
Católico. Y por el Dogma de la Asunción sabemos que María, “terminado el
curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”
(de la Bula que declara el Dogma de la Asunción el 1-11-1950).
No quedó definido si la Santísima Virgen murió o no. Solamente que su
cuerpo no quedó sometido a la corrupción del sepulcro y que ha sido ya
glorificado.
Algunos pueden creer que éste en un “dogma inútil”, como se atrevió a
proclamar hace algún tiempo un Teólogo. Pero ... ¿por qué, lejos de ser
“inútil”, es importante que los Católicos recordemos y profundicemos en el
Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo?
El Catecismo de la Iglesia Católica responde clarísimamente a este
interrogante:
“La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular
en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los
demás cristianos” (#966). ¡Nada menos!
La importancia de la Asunción para nosotros, hombres y mujeres de comienzos
de este Tercer Milenio de la Era Cristiana, radica -entonces- en la conexión
que hay entre la Resurrección de Cristo y la nuestra. La presencia de
María, mujer de nuestra raza, ser humano como nosotros, quien se halla en
cuerpo y alma, ya glorificada en el Cielo es esto: un anuncio o preludio
de nuestra propia resurrección.
Veamos con más detalle, entonces, en qué consiste eso que los
Católicos tenemos como uno de nuestros dogmas.
Los seres humanos que llegan directamente al Cielo, o aquéllos que al morir
deben pasar una fase de purificación (purgatorio) y después de terminar esta
fase, van pasando al Cielo, a todos ellos, Dios los glorifica sólo en sus almas y deben esperar el fin
del mundo para ser glorificados también en sus cuerpos.
No así la Santísima Virgen María, quien tuvo el privilegio único de ser
glorificada tanto en su alma, como en su cuerpo, al finalizar su vida
terrena. En esto precisamente consiste el dogma de la Asunción.
El Papa Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre el tema, explicó esto
en los siguientes términos:
“El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado
después de su muerte. En efecto, mientras para los demás hombres la
resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María la
glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio” (JP II,
2-julio-97).
María, un ser humano como nosotros -salvo por el hecho de haber sido
preservada del pecado original- está en la gloria del Cielo, en cuerpo y
alma. Esta “realidad última” de María Santísima es preludio de nuestra
propia “realidad última”.
El Cielo y la gloria en cuerpo y alma es el fin último de cada uno de
nosotros los seres humanos. Para eso hemos sido creados por Dios, y cada
uno es libre de alcanzar esa realidad o de rechazarla. Cada uno es libre
de optar por esa felicidad total y eterna en el Cielo, en gloria, o de
rechazarla, rechazando a Dios.
Por ley natural, entonces, los cuerpos de los seres humanos se descomponen
después de la muerte y sólo en el último día volverá a unirse cada cuerpo con
su propia alma. Todos resucitaremos: los que hayamos obrado mal y
los que hayamos obrado bien. Será la “resurrección de los muertos (o de
la carne)”, que rezamos en el Credo. “Unos
saldrán para una resurrección de vida y otros resucitarán para la condenación”
(Jn. 5, 29).
¿Y cómo serán nuestros cuerpos gloriosos? Nuestros cuerpos resucitados serán nuestros mismos cuerpos, pero en un
nuevo estado: inmortales, sin defecto, ya no se corromperán, ni se
enfermarán, ni se envejecerán, ni se dañarán, ni sufrirán nunca más.
Serán cuerpos realzados hasta la gloria.
Dice la Bula de la Asunción que la Virgen María “no estuvo sujeta a la ley
de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención
de su cuerpo hasta el fin del mundo”.
Nosotros sí. Pero tenemos la seguridad de nuestra futura inmortalidad,
de nuestra futura resurrección en cuerpo y alma gloriosos. Si optamos por
Dios, amándolo sobre toda otra cosa, persona o consideración, si buscamos hacer
su Voluntad en todo ... resucitaremos como Cristo y estaremos en el Cielo, en
gloria ... como El y su Madre, la Santísima Virgen María.
Sabemos que nuestra meta, entonces, es llegar al Cielo. Llegar al
Cielo es “la carreraque
tenemos por delante ”(Hb. 12, 1), esa
carrera de la cual también nos habla San Pablo. El Cielo es la meta de
nuestra carrera. San Pablo, que según sus escritos pudo vislumbrar el
Cielo, no lo puede describir y dice del Cielo lo siguiente: “ni el ojo vio, ni el oído
escuchó, ni el corazón humano puede imaginar lo que Dios tiene preparado para
aquéllos que le aman” (1 Cor. 2, 9). Así es el Cielo:
indescriptible, inimaginable, insondable, inexplicable para el ser humano, pues
somos limitados para comprender lo ilimitado de Dios. Y el Cielo es
básicamente la presencia de Dios.
Al morir, pues, nuestra alma se separa del cuerpo. El alma pasa a la
Vida Eterna: o al Purgatorio para posteriormente pasar al Cielo, o al Cielo
directamente, o al Infierno. Y el cuerpo, que es material, queda en la
tierra, bien descomponiéndose o bien hecho cenizas si ha sido cremado, o de
alguna otra manera, según haya sido la muerte.
Volvamos, entonces, al Misterio de la Asunción de la Virgen María al
Cielo. Este Misterio nos recuerda la promesa del Señor de nuestra
resurrección: resucitaremos como El ... Y ¿qué significa resucitar? Resurrección es
la re-unión de nuestra alma con nuestro cuerpo glorificado. Resurrección
no significa que volveremos a una vida como la que tenemos ahora.
Resurrección significa que Dios dará a nuestros cuerpos una vida distinta a la
que vivimos ahora, pues al reunirlos con nuestras almas, serán cuerpos
incorruptibles.
Nuestros cuerpos resucitados serán nuestros mismos cuerpos, pero en un
nuevo estado: serán inmortales (ya no volverán a morir); serán sin
defecto, y ya no se corromperán, ni se enfermarán, ni se envejecerán, ni se
dañarán, ni sufrirán nunca más. ¡Serán cuerpos gloriosos!
Y ¿cómo es un cuerpo glorioso? ¿Cómo es el cuerpo glorioso de la
Santísima Virgen María? Los videntes que dicen haber visto a la Virgen -y
la ven en cuerpo glorioso, como es Ella después de haber sido elevada al Cielo-
se quedan extasiados y no pueden describir ni lo que sienten, ni la belleza y
la maravilla que ven.
Conocemos de otro cuerpo glorioso: el de nuestro Señor Jesucristo
después de resucitar. Era ¡tan bello! el cuerpo glorioso de Jesús, que no
lo reconocían los Apóstoles ... tampoco lo reconoció María Magdalena. Y
cuando el Señor se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan, en el Monte Tabor,
mostrándoles parte del fulgor de su Gloria ... era ¡tan bello lo que veían!
¡tan agradable lo que sentían! que Pedro le propuso al Señor hacerse tres
tiendas para quedarse a vivir allí mismo. Así es un cuerpo glorioso.
Esta Fiesta importante de la Iglesia, esta Fiesta importante de la
Santísima Virgen María, en la que conmemoramos su subida al Cielo en cuerpo y
alma, nos recuerda nuestra futura
inmortalidad. Y sírvanos este recuerdo, y esta seguridad que
tenemos de resucitar como Cristo resucitó, para erradicar de una vez por todas
de entre nosotros los Católicos, esa creencia estúpida en ese mito, en esa
mentira, que es la re-encarnación.
La re-encarnación niega la resurrección... y niega muchas otras
cosas. Parece muy atractiva esta falsa creencia. Sin embargo, si en
realidad lo pensamos bien ... ¿cómo va a ser atractivo volver a nacer en un
cuerpo igual al que ahora tenemos, decadente y mortal, que se daña y que se
enferma, que se envejece y que sufre ... pero que además tampoco es el mío?
Aun partiendo de una premisa falsa, suponiendo que la re-encarnación fuera
posible, si no fuera un mito, una mentira ... ¿cómo podemos estar pensando los
cristianos, que tenemos la seguridad y la promesa del Señor de nuestrafutura
resurrección ...
cómo podemos pensar que es
más atractivo re-encarnar, por ejemplo, en un artista de cine, o en un millonario,
o en una reina ... que resucitar en cuerpos gloriosos?
Entonces, ante la promesa del Señor de nuestra futura inmortalidad al ser resucitados con El, y ante la
maravilla de lo que serán nuestros cuerpos resucitados ¿cómo a algunos hombres
y mujeres de hoy puede ocurrírsenos que re-encarnar -si es que esto fuera
posible- en otro cuerpo terrenal, decadente, que no es el mío y que además
volverá a morir, puede ser más atrayente que resucitar en cuerpo glorioso como
el de la Santísima Virgen María?
Celebremos la Asunción de María al Cielo renovando nuestra fe y nuestra
esperanza en nuestra futura inmortalidad. Que así sea.