Me han pedido que medite junto con ustedes sobre la relación entre individuo y comunidad, sobre la importancia de la vida comunitaria en la vida religiosa. La necesidad de reflexionar sobre este tema proviene también del hecho de que la relación entre el religioso y su comunidad parece ser cuestionada por el Estado que, en distintas situaciones, no tiene en cuenta la pertenencia a comunidades de vida, sobre todo cuando se trata de comunidades religiosas.
Un problema de siempre
Pero el problema de la dificultad de relación entre los individuos y las comunidades a las que pertenecen, ¿nace verdadera y principalmente de la actitud de las instancias civiles, de la cultura laica que nos rodea, de la sociedad post-cristiana en la que estamos inmersos? Esta es la impresión que tenemos. Sin embargo, si miramos hacia atrás en el tiempo, a través de los siglos, debemos reconocer que este problema no ha nacido en nuestros días. Podemos encontrar esta misma dificultad en el hombre del siglo XX, del XIX, del XVIII, y así sucesivamente. De este modo, llegaríamos hasta el hombre del siglo sexto, del que tanto se ocupó San Benito, hasta encontrarnos con el hombre de la época de los padres y madres del desierto.
Escuchad, por ejemplo, este pasaje de una carta de visita de dos abades de la Orden Cisterciense dirigida a mis antepasados de la Abadía de Hauterive en 1486:
"Nunca y en ninguna parte se observa el silencio, como si no estuviese ordenado. No duermen en un dormitorio regular, sino que cada uno tiene su habitación encima de las bóvedas del claustro. Si el monasterio se cerrase por la noche, no podrían salir, pero no lo cierran nunca. No van a cantar en el Coro dando gracias, como es costumbre en la Orden, sino que dan gracias en una especie de cantina, donde comen siempre, no a un solo lado de la mesa, como los religiosos, sino a la manera de los clientes de las tabernas (taberneros) con los familiares y empleados. Por tanto, tienen un refectorio bastante bueno, si se restaurase un poco (...). Los monjes jóvenes del monasterio son ignorantes, rebeldes y muy mal instruidos, sin conocimiento del salterio, de los himnos, de los cánticos, de las antífonas y de otras cosas necesarias; mal disciplinados, no conocen nada de las ceremonias de la Orden. De este mal es causante el abad, que los acepta como monjes antes de que sepan lo que deben saber, y después no lo aprenden jamás, por lo que no dan ninguna esperanza de futuro, ¡a menos que Dios les ayude! (...) El Señor abad es muy mezquino y codicioso: no adora más que al dios dinero. (...) Los monjes poseen cosas, no obedecen porque nadie les manda, el abad es lento y no hay cosa que más le divierta que la avaricia (...). [Sobre la Sarine] pasan todo el tiempo algunos barcos (...) en los que viajan hombres y mujeres de toda clase; y en el monasterio hay una taberna pública, llevada por ciertos religiosos, en los que hay siempre mujeres disolutas y hombres que les conducen y que se baten entre ellos, por lo que nacen muchos escándalos, incluso para los religiosos, por su falta o las faltas de otros; y el monasterio lo mismo, a causa de esta taberna y del barco, que es para todos un camino común y abierto, aunque podría ser de otra forma. ¿Pero quién hace algo? ¡Nadie! "(Texto en latín en: Mélanges à la mémoire du P. Anselme Dimier, Arbois, 1984, pp. 179-181)
La relación entre el individuo y la comunidad ha sido siempre problemática, siendo amenazada con la disociación. Hay en el hombre una fuerza que parece alejarle de la vida comunitaria. Hoy lo llamamos "individualismo", mientras que nuestros padres hablaban de "singularitas". San Benito explica claramente el tema de la confrontación del hombre y esta tendencia al individualismo en el primer capítulo de su Regla. Si los anacoretas y ermitaños, "formados por una larga probación en el monasterio" y que habían aprendido “con la ayuda de los hermanos a luchar contra el diablo," están preparados para pasar "de la comunidad de los hermanos al combate solitario del desierto -ad singularem pugnam eremi-"(RB 1,3-5), los sarabaítas " viven dos o tres juntos, o incluso solos (singuli), sin pastor, encerrados en su propio rebaño, y no en el del Señor "(RB 1.8).
Hay una soledad que es la cumbre de la vida comunitaria, que brota como una fruta madura de la vida comunitaria, una soledad que surge del ejercicio y de la experiencia de maduración y de desarrollo de sí misma que la vida común ofrece y pide al individuo.
Ya en Jerusalén
Pero para comprender mejor estas afirmaciones tan claras y nítidas de San Benito, retrocedamos en el tiempo y en la historia de la tensión entre individuo y comunidad, para llegar a la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén. El primer problema interno en la comunidad, el primer escándalo dentro de la Iglesia de Cristo, y la primera manifestación del individualismo que llegó a herir la comunión, la encontramos en el episodio del fraude de Ananías y Safira.
Esta escena describe un poco del pecado original en la Iglesia que acaba de ser animada por el Espíritu de Pentecostés. Un pecado original que, una vez más, es perpetrado por una pareja, y que nos puede aclarar el tema del que tratamos.
Pienso que encontrar referencias en la Sagrada Escritura de lo que vivimos, de lo que nos ocupa y preocupa hoy en día, es esencial para nosotros, a fin de vivir las circunstancias y los problemas actuales bajo una luz que los esclarezca, permitiéndonos verlos y discernirlos, comprenderlos y, si es posible, hacer algo más que constatarlos, exponerlos, sufrirlos y compadecernos por ello.
No se trata de hacer fundamentalismo bíblico. El fundamentalismo bíblico se encuentra allí donde la Palabra de Dios se pone en el lugar de la realidad. La Palabra de Dios no es un sustituto de la realidad, sino que la ilumina, por lo que nos ayudará a ver la realidad más nítida, en todas sus dimensiones, en toda su verdad. La acción de la Palabra de Dios en la realidad humana no es la de crear situaciones ideales, fácilmente utópicas, sino suscitar y motivar un movimiento de libertad hacia el bien, que se llama conversión. Una realidad humana juzgada o, mejor, discernida por la Palabra de Dios, se convierte en una realidad frente a la que, y en la cual, la libertad se ve trazada como un camino de conversión, un camino donde el cambio de la realidad comienza y se cumple en el corazón del hombre, en el corazón de la realidad creada
Así pues, meditemos en el episodio del fraude de Ananías y Safira, que toca muy de cerca nuestro tema.
La comunión de bienes fue desde el principio de la Iglesia un signo de pertenencia a la comunidad. Como subrayará más tarde san Benito, se trata de pasar del “suyo” al “nuestro” de las “cosas propias” a las “cosas del monasterio” (RB 58,26). El gesto de poner sus bienes a la disposición de la comunidad era un testimonio concreto y real de pertenencia. Las cosas, sobre todo los vestidos, son símbolo de la persona. Dar todos los bienes, despojarse, quería expresar la afirmación de ser completamente para la Iglesia, para el Cuerpo de Cristo, es decir, para el mismo Cristo. Era un signo de pertenencia de la persona y no solo un gesto de sostenimiento de las obras de la Iglesia, y, sobre todo, en los inicios, cuando la obra de la Iglesia era la misma Iglesia, pues los pobres no eran ayudados solamente con dinero, sino que se consideraban los miembros privilegiados del Cuerpo de Cristo. Lo que se les ofrecía era, primeramente, la fraternidad, la pertenencia a la comunidad como respuesta a la necesidad fundamental de la persona, que era la de poder unirse a Cristo Salvador. No era el dinero lo que les traía, sino la pertenencia, y es en esta pertenencia donde se les hacía partícipes también de los bienes materiales.
La comunión de bienes, siendo un signo, un testimonio de pertenencia a la comunidad cristiana, tenía que ser libre, no obligatoria. Y la Iglesia sabía que la libertad de cada ser humano es siempre el fruto de una maduración, de un camino, y que no se puede improvisar una decisión plena y definitiva. Incluso la decisión plena y definitiva del martirio sangriento es el resultado del viaje misterioso de la fe y el amor que Dios nos da. Esteban se ha entrenado en su compartir diaconal de los bienes y con el testimonio de la predicación, antes de compartir para Cristo y la Iglesia su vida y su sangre.
La simulación de Ananías y Safira es grave, no porque engaña a la comunidad sobre su generosidad, sino porque engaña con respecto a su libertad de pertenencia a la misma. Han simulado ser totalmente libres de pertenecer completamente a la comunidad. No han querido admitir delante de todos que su libertad estaba aún en camino, que no estaba dispuesta a sacrificarlo todo, que tenían necesidad de tiempo, de la ayuda de la comunidad y de la gracia de Dios para crecer.
Pertenecer a la comunidad cristiana es necesario para la Salvación, pero esta pertenencia ha de ser libre, y para ser libre debe ser verdadera, real. La mentira destruye la verdad de la libertad y, en consecuencia, de la pertenencia a la comunidad que nos abre al camino de la Salvación.
Pertenencia plena en la Trinidad
Pero en el episodio de Ananías y Safira, sobre todo en las palabras de Pedro dirigidas a cada uno de los esposos, se nos presenta el sentido último de la cuestión. Pues, hasta aquí se podría creer que la honestidad con relación a la comunidad sería el valor y el criterio máximos de coherencia, de libertad, de verdad. ¿Pero, qué distinguiría a la comunidad cristiana de cualquier grupo sectario o fundamentalista?
Señalemos que este peligro permanece también, y, sobre todo, para las comunidades cristianas en general y para las comunidades religiosas y monásticas en particular. Cuántas veces la exigencia del sacrificio de lo individual y personal se basa en el valor de la dedicación a la comunidad como tal, a su proyecto de vida, su identidad, su tradición su estilo, la reputación, etc.
Los problemas de la relación entre individuo y comunidad que hemos mencionado anteriormente, ¿no proceden de una pretensión voluntarista en la que la comunidad se reduce a la estación terminal del camino de la vida, de la vocación, del sentido de la vida de los individuos?
En efecto, ¿qué dice san Pedro a Ananías y Safira?
"Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué dejaste que Satanás se apoderara de ti hasta el punto de engañar al Espíritu Santo, guardándote una parte del dinero del campo? ¿Acaso no eras dueño de quedarte con él? Y después de venderlo, ¿no podías guardarte el dinero? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? No mentiste a los hombres sino a Dios»”(Act 5,3-4)." Y a Safira le dijo: «¿Por qué os habéis puesto de acuerdo para tentar así al Espíritu del Señor?»". (Act 5,9).
En sendos reproches que dirigió a cada uno de los cónyuges, Pedro menciona al Espíritu Santo. Reconduce su acción no a lo que han hecho a la comunidad, sino a lo que han hecho contra el Espíritu Santo. Ananías y Safira no han traicionado y engañado a la comunidad, sino al Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo. Han traicionado y engañado a la Trinidad.
Esto significa que para Pedro, para los apóstoles, el sentido último de las decisiones que cada persona debe hacer en relación a la comunidad cristiana, las opciones que pueden ser también un sacrificio no están en relación con la comunidad como tal, sino en relación con la comunión de la Trinidad, con el Amor que es Dios, el Amor que une al Padre y al Hijo. El sentido último es la Trinidad, la comunión de las tres Personas divinas, tal y como el Hijo nos la revela y nos hace partícipes de la misma: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Permaneced en mi amor "(Jn 15,9).
Conocer y vivir la comunión trinitaria es el sentido último de cada persona y cada comunidad. Es aquí donde se encuentra el sentido último de cada persona y de cada comunidad. La comunidad cristiana sólo tiene sentido en la medida en que permite al individuo a entrar, por la gracia de Cristo y el Espíritu Santo, en la Comunión trinitaria, origen y fin de todas las cosas, el origen y finalidad del corazón humano, de todo corazón humano.
¿Comunidades abusivas?
Cuando todo lo que una comunidad ofrece y pide no está al servicio de este origen y fin últimos, se cae, en el fondo, en el abuso. Sólo si se mira siempre a la Comunión Trinitaria como horizonte constante y último de la comunidad, se puede acoger a cada individuo en el respeto de su libertad y, sobre todo, en el respeto del tiempo de crecimiento y maduración que necesita.
El horizonte de la comunión trinitaria está abierto a nosotros, siempre en Cristo, en el misterio pascual, en el don del Espíritu. "Como el Padre me ha amado, así os he amado. "Está hecho, está cumplido. Pero este horizonte permanece abierto, en la espera paciente de nuestro progreso, de nuestro libre consentimiento, de nuestro regreso, a la casa del Padre. Es un horizonte esencialmente, ontológicamente, misericordioso. El hecho de que se haya abierto por nosotros y para nosotros se debe a que es misericordioso, dispuesto a aceptar incondicionalmente nuestra miseria, nuestra resistencia, nuestro rechazo a la comunión. La Trinidad es paciente en todos los sentidos de la palabra: "sufre" por nosotros en la Pasión del Hijo. Nos "soporta" en la Misericordia del Padre. Nos "compadece" en la gracia del Paráclito.
Ananías y Safira han blasfemado la comunión trinitaria, ya que simulan un gesto que da a entender que habían alcanzado la perfección de la comunión. Si hubieran dado un céntimo, o nada en absoluto, diciendo: "Todavía no son capaces de vivir la comunión", habrían podido continuar su camino comunitario hasta el final, acompañados y ayudados por la comunidad y la gracia de Dios .
En este episodio, son ellos mismos los que han abusado de la comunidad. Pero creo que es más útil para nosotros, en la situación actual de la relación de las individuos con nuestras comunidades, el darnos cuenta de que si en muchas ocasiones las comunidades no parecen ser lugares capaces de favorecer el crecimiento y la maduración de los individuos, en la pertenencia y la comunión, esto puede deberse a que exigen la conversión de los mismos demasiado rápidamente, mientras que, paradójicamente, no les exigen hasta el final el fin último, que es la Comunión trinitaria.
Creo que hoy, el verdadero problema de la relación entre el individuo y la comunidad estriba con frecuencia en nuestra concepción de la comunidad. Sin casi darnos cuenta, tenemos un concepto de la comunidad sutilmente abusivo, abusivo de la libertad de las personas y de su vocación fundamental. Nuestra concepción de la comunidad cristiana es injusta cuando no es trinitaria, cuando el horizonte de lo que nos pedimos a nosotros y a los demás, con relación a la comunidad, no se entiende desde el Origen y el Fin de toda comunión, que es la Trinidad.
La conversión de las comunidades
Esto significa que, quizás, la primera conversión que se requiere ante las dificultades de relación actuales entre el individuo y la comunidad es la conversión de las comunidades. Antes de reclamar la conversión de los individuos, es necesario que se conviertan las comunidades. En la Iglesia de Cristo, la primera conversión es la de la comunidad, no la de los individuos, porque es el Espíritu el que realiza la conversión de los grupos de fieles reunidos en los lugares de comunión trinitaria. Pentecostés es la primera conversión de la Iglesia, y todas las conversiones individuales son la consecuencia de ésta. Las conversiones y carismas individuales, como en el caso de san Pablo, son llamadas del Espíritu a integrar el Espíritu de Pentecostés, el Cenáculo. Dicho de otro modo: la comunión de los santos es primeramente una santa comunión, adhiriéndose a ella los fieles son santificados a impulsos del Espíritu, que actúa en los sacramentos, en la Palabra y a través de sus dones y carismas.
En cierto sentido, el individualismo de las comunidades es peor que el de las personas. Porque hay un individualismo de las comunidades que se da cuando una comunidad se encierra sobre su propio proyecto, sea el que sea, a menudo muy religioso y espiritual, en lugar de estar al servicio del plan de Dios, que es el de asociar a todos los hombres en la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.
Lo que nos hace individualistas es el rechazo, voluntario o inconsciente, de la pobreza de corazón, que consiste en ofrecer a Dios el espacio vacío de nuestra necesidad de Él, de nuestra sed de amor, de la alianza, de la comunión de la que Él es la Fuente. Pero los individuos no pueden captar la belleza de la comunión si las comunidades no les dan esa experiencia y el gusto de la misma. A menudo, complicamos este testimonio deteniendo nuestra atención y la de otros en la propia comunidad, y, sobre todo, en la imagen que queremos que ésta tenga. No permitimos que nuestras comunidades sean transparentes sobre la Trinidad, que sean ventanas por las que pueda surgir una luz diferente a lo que pretendemos.
¿Cuál es esta transparencia? Es nuestra pobreza, nuestra pequeñez, nuestra miseria.
En la primitiva comunidad cristiana, reunida en el Cenáculo, existe un paradigma de dimensión contemplativa de la Iglesia en la pobreza que es tan simple que no lo señalamos nunca y, por tanto, no pensamos en imitarla y cultivarla. "Entonces se volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que dista poco de Jerusalén, el espacio de un camino sabático. Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos."(Hechos 1,12-14).
Esta comunidad, si se mira de cerca, es bastante pobre. No hay más que personas que sólo ahora son verdaderamente conscientes de su miseria, de su mezquindad, de su incapacidad para contar con sus propias fuerzas. María también es consciente de no ser nada sin la gracia de Dios que la llena. Esta pobreza los une y los hace disponibles a la gracia de Dios. La dimensión contemplativa de su asamblea es alimentada e incluso compuso su miseria aceptado y ofrecido.
Cuando hablamos hoy de "dimensión contemplativa”, pensamos inmediatamente en una espiritualidad abstracta, separada de la vida. Pensamos sobre todo en una dimensión esencialmente individual, privada. Creo que lo que Occidente ha perdido en la época moderna es el ancla de la dimensión contemplativa en la comunidad cristiana, la conciencia de que es sobre todo la comunidad la que es "contemplativa", la que garantiza el acceso al "Templo" de la relación con Dios. De aquí ha surgido la crisis litúrgica de la Iglesia, que no ha comenzado después del Concilio, pues no se trata de una crisis de las formas litúrgicas o rituales, sino de una crisis de la relación entre la piedad personal y la devoción de la Iglesia, entre la oración personal y la oración de la comunidad cristiana. Se podría decir que la crisis está en la ruptura entre la oración en la habitación (cf. Mt 6,6) y la oración del Cenáculo. La puerta cerrada para la oración secreta ya no coincide con la puerta del Cenáculo, donde la presencia del Señor Resucitado llega a atravesar y donde el Espíritu de Pentecostés abre completamente para el testimonio de Cristo en el mundo. Estas dos habitaciones, la habitación secreta, personal, y la habitación superior del Cenáculo, eclesial, comunitaria eucarística, no coinciden más, son dos habitaciones diferentes que se eligen según el gusto y la sensibilidad. Por tanto, una vez más, lo que las unirá será sencillamente el sentido de nuestra pobreza. La única puerta que hará posible la comunicación entre la cámara secreta de nuestro corazón y la habitación alta de la comunión de la Iglesia es nuestra necesidad radical de Dios.
Si nuestras comunidades fueran principalmente lugares donde estamos juntos para presentar a Dios la pobreza de nuestro corazón, cada individuo se sentiría movido a unirse a nosotros, atraído en su pobreza, que no sabe dónde descansar. Pues el individualismo es la salida que toma ante la miseria de su propio corazón. Toda la sociedad nos impulsa a esta huida, pero a menudo también nuestras comunidades de Iglesia, que parecen pedirnos una fuerza y empuje suplementarios, en lugar de ofrecernos el descanso al que nos invita y atrae Cristo, por la humildad y la dulzura de su Corazón, el descanso de Cristo que es el don del Paráclito.
El individualismo nos molesta, especialmente a nosotros, los superiores de las comunidades monásticas, que tenemos constantemente ante nuestros ojos a nuestras ovejas. Nos molesta porque sentimos que es un fracaso de nuestra misión de pastores, y vemos el mal que estos hermanos se hacen al elegir esta estéril autonomía.
Pero, en realidad ¿no es precisamente para esto para lo que ha venido el Hijo de Dios a este mundo? ¿No ha venido a reunir en la unidad de su Cuerpo a los hijos perdidos del Padre en la humanidad entera? ¿No es el individualismo el resurgimiento constante del pecado original, como el orgulloso rechazo del Dios que es comunión? En el individualismo no solo encontramos el orgullo de Adán, que quiere ser dios sin Dios, sino también su miedo y su vergüenza ante su desnudez y su miseria, que lo hacen vulnerable ante un mundo que se le ha vuelto hostil. El individuo individualista al que nos enfrentamos, también en nosotros mismos, es en el fondo el hombre que tiene necesidad de redención, de una liberación de los lazos porlos que él mismo se ata a falsas seguridades.
¿No deberíamos entonces comenzar por el hecho cristiano como tal? La situación del hombre de hoy, de la Iglesia de hoy, de nuestras Órdenes y comunidades, de nuestros hermanos y hermanas de hoy, ¿no nos pediría, sencillamente, como a cada generación desde hace dos mil años, comenzar por lo que Cristo ha venido a hacer en este mundo, es decir, comenzar por aquello por lo que Él permanece presente y vivo en medio de nosotros?
La verdadera cuestión, el verdadero reto no es saber resolver los problemas del hombre de hoy, sino ofrecerle el acceso a la Salvación, al Salvador. ¿Y cómo sino descubriéndole presente en medio de nosotros como Él prometió: "Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).
“Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»"(Mt 28,16-20).
¡Postrados ante el Resucitado con nuestras dudas! ¿No es quizá un poco nuestra actitud? Pero Él se acerca aún más a nosotros y pone todas nuestras preguntas en sintonía con su poder y su presencia, base para iluminar y dar energía a la misión de la Iglesia, y la nuestra es poner a todos los hombres del mundo en comunión de amor con la Trinidad.
P. Mauro-GiuseppeLepori, Abad General O. Cist.
París, 4 de Noviembre de 2010